Reflexión

Cuando triunfó el nuevo material de escritura [el pergamino], los libros se transformaron en cuerpos habitados por palabras, pensamientos tatuados en la piel. (El infinito en un junco. Irene Vallejo).

jueves, 30 de octubre de 2014

Jaque mate. El Quijote apócrifo, Alonso Fernández de Avellaneda


A estas alturas -y a cualquiera otra- es incuestionable que Avellaneda se apoderó de don Quijote y Sancho haciendo de aquel un personaje abstracto, cuya vida  no creció a todo lo largo de aquella Segunda parte, y de este  un glotón rudo y pornográfico. La transformación no quedó solo ahí: ambos pasaron de una vida trashumante y campesina a urbanitas de facto.
A estas alturas -y a cualquiera otra- resulta evidente que Cervantes leyó el libro de Avellaneda y puso remedio a semejante apropiación como solo él sabía hacer, y en el capítulo LXXII de “su Quijote” en justa compensación toma posesión de Álvaro Tarfe caballero granadino invención de Avellaneda al que dota en su novela desde el primer hasta el último capítulo de especial  protagonismo  y gran afecto por don Quijote. Tan  singular maniobra, repito, solo podía hacerla alguien como Cervantes.
Recordemos como en la obra cervantina, don Quijote y Sancho ven llegar a un caballero acompañado de sus criados que le nombran como: don Álvaro Tarfe, y como don Quijote se dirige a él para reafirmar su personalidad frente a la de aquel que anda impreso en la segunda parte de la historia de Don Quijote de la Mancha, recién impresa y dada a la luz del mundo por un autor moderno (Cervantes, II, LXXII).
Y como suplica que don Álvaro haga:
Una declaración ante el alcalde deste lugar de que vuestra  merced no me ha visto en todos los días de su vida  hasta agora y de que yo no soy el don Quijote impreso en la segunda parte, ni este Sancho Panza, mi escudero, es aquel que vuestra merced conoció. (ibid)
El personaje más afín al lector del Quijote de Avellaneda, al margen  de los protagonistas, el que más empatía crea, posiblemente sea don Álvaro Tarfe, descendiente según podemos leer:
De los moros Tarfes de Granada, deudos cercanos de sus reyes y valerosos por sus personas, como se lee en las historias  de los reyes de aquel reyno, de los Abencerrajes, Zegríes, Gomeles y Mazas, que fueron christianos después que el chathólico rey Fernando ganó la insigne ciudad de Granada (Avellaneda, cap. I).
No toma por tanto Cervantes el personaje al azar para contrarrestar a Avellaneda. Don Álvaro es un personaje importante, serio, que “cae bien” al lector a pesar de su ascendencia o precisamente por ella, si tenemos en cuenta que la novela al igual que la de Cervantes dice ser la traducción al castellano de un texto árabe (Alisolán-Cide Hamete). La utilización de don Álvaro por parte de Cervantes viene a ser lo que el jaque mate en ajedrez: Cervantes toma a don Álvaro Tarfe, personaje importante creado por Avellaneda para eclipsar al don Quijote de este creación indiscutible y exclusiva de don Miguel.


jueves, 16 de octubre de 2014

La figura de Sancho. El Quijote apócrifo, Alonso Fernández de Avellaneda


La figura de Sancho en El Quijote apócrifo, presenta considerable transformación de manos de Avellaneda. Es si se quiere, como más natural, como mas acorde con el entendimiento rústico que se le supone en la obra de Cervantes, en la que gracias a la maestría del autor a pesar de encerrar en muchas ocasiones pensamientos que no corresponde a su simplicidad, la verosimilitud queda a salvo. Entre ambos Sanchos -puesto que de dos se trata- viene a ocurrir, a mi juicio, algo así como lo que sucede cuando dos personas cuentan un chiste: uno (Sancho cervantino) pretende ser gracioso y el otro sin pretenderlo, lo es. Repito: es una opinión y se admiten lógicamente opiniones en contra.

El Sancho de Avellaneda,  un tanto desastrado y tragón: ¿es posible, Sancho que no ha de auer para tí guerra, conuersación ni passatiempo que no sea de cosas de comer?, es un buen hombre, simple, y con pocas luces que resulta gracioso precisamente por sus tonterías, sus razonamientos disparatados y su incomprensión a las  insinuaciones de Bárbara la de la cuchillada. Desfigura palabras que o son demasiado cultas para su entendimiento, o no conoce: desafortunios = infortunios; castraleones = camaleones; disoluto = absoluto; desconveniente = inconveniente; ave fétrix = ave fénix. O vulgarismos como San Belorge = San Jorge. Por abundar algo más incluye en un alarde de erudición (Sancho dice haber ayudado a Misa) despropósitos latinos no muy acordes al contexto de la conversación: gloria tibi Domine; fructus ventris.

Dado que Avellaneda dota a Sancho de lo que podría definirse como “gracia natural”, merece la pena al menos una ligera reflexión sobre la celebración  que de sus ocurrencias   hacen personas calificadas de importantes en la obra, que hoy puede parecernos pueril, pero situados en la época es perfectamente verosímil porque en concepto de humor era absolutamente diferente al de  nuestros días. Para los principales que disfrutan con su conversación, Sancho es un hombre zafio y tosco que divierte por ser quien es y como es. En opinión de algunos estudiosos: "Sancho personifica el desprecio que Avellaneda sentía por el ruralismo del pueblo español". Si así fuera -que bien pudiera ser- he encontrado en estas observaciones una razón más para leer, contrastando con el auténtico, El Quijote apócrifo.

jueves, 9 de octubre de 2014

Segar hierba de prado ajeno. El Quijote apócrifo, Alonso Fernández de Avellaneda


 
Sin rubor alguno he de confesar que la presente lectura tiene un valor añadido que ya apuntaba en la entrada anterior: “no solo se presta sino que resulta obligado hacer un contraste con El Quijote de Cervantes". Y es por ello, que sin renunciar al disfrute con las mil y una peripecias de la “otra segunda parte”, en la que los mismos personajes se comportan de modo diferente. Sin renunciar a ello, la conversación en la venta (capítulo LIX segunda parte de Cervantes) entre don Gerónimo y don Juan cuando don Quijote y Sancho oyen en la habitación contigua: el que huviere leýdo la primera parte de la historia de don Quixote de la Mancha no es posible que tenga gusto de leer esta segunda; me perece crucial no solo por lo que supone de clara denuncia en ella de  Cervantes a Avellaneda, sino por lo que representa, a la luz de dos temas fundamentales: la situación por la que estaba pasando don Miguel al conocer la existencia de “otra segunda parte”,  y la sutileza  e ingenio que muestra en estas líneas llenas de intencionalidad reprensiva.

No por sabido debemos dejar de mencionar como Avellaneda insulta despiadadamente a Cervantes haciendo alusión a su vejez y su herida en Lepanto (soldado viejo), a su condición envidiosa y murmuradora, y lo presenta como marido consentido. Abunda también en  una nota irónica diciendo que: disculpa los hierros de su primera parte al averse escrito entre los muros de una cárcel. En suma todo un rosario de alabanzas.

¿Concibió Avellaneda este trabajo por despecho? O lo hizo por dinero. Es evidente que  las  relaciones entre ambos no eran precisamente cordiales y aquel bien pudiera ser un motivo. En el terreno económico, sabido es que, Cervantes tuvo considerable éxito de difusión en su primera parte pero no está tan claro que el económico fuera parejo. Sea como fuere si bien Cervantes se demoró en extremo en la edición de su segunda, parte quien segó hierba de prado ajeno fue Avellaneda -aunque el hecho fuera frecuente.

jueves, 2 de octubre de 2014

Variaciones sobre un mismo tema. El Quijote apócrifo, Alonso Fernández de Avellaneda


El hombre de La Mancha» Paloma San Basilio y José Sacristán 

Al ser  el tal Avellaneda el escritor que continua la primera parte cervantina, hecho por otra parte frecuente en la literatura medieval que tuvo  continuación en los libros de caballería como él mismo justifica en el prólogo: “solo digo que nadie se espante de que salga de diferente autor esta segunda parte, pues no es nuevo proseguir una historia diferente sujetos”. Su segunda parte no solo se presta, sino que resulta obligado, hacer un contraste con el Quijote de Cervantes por cuanto que los personajes principales y la esencia de la ficción le vienen impuestas.

Situados en este contexto, una de las cosas que llama la atención en  El Quijote apócrifo es la eliminación de Dulcinea del Toboso, especialmente si recordamos, ya muy avanzada la segunda parte (capítulo LIX) de “el auténtico”  la defensa que de ella hace don Quijote a preguntas de don Juan “Dulcinea se está entera y mis pensamientos más firmes que nunca; las correspondencias en su sequedad antigua; su hermosura en la de una soez labradora transformada”.

Cabe preguntarse las  razones que llevaron al tal Avellaneda a semejante decisión. Bien pudiera ser para mantener la imagen de un hidalgo, loco sí, pero falto de ideales nobles. También, porqué no, por la dificultad que suponía mantener la complicada figura de Dulcinea, la creación no era suya y mantener a hidalgo y escudero ya suponía una buena dosis de ingenio.
Los preparativos para la eliminación de Dulcinea no se hacen esperar. Don Quijote, inquieto por recuperar  un libro de caballería que sustituya a las lectura piadosas impuestas por el cura,  trata de convencer a Sancho para volver al “militar exercicio” y aquí, apenas iniciado el relato (capítulo II de la segunda parte del licenciado Avellaneda) se anuncia ya la eliminación: “y a ver si en otra (dama) hallo mejor fe y mayor correspondencia”. Y el comienzo de nuevas aventuras renunciando a lo irrenunciable en un caballero: una dama a quien ofrecer sus victorias. El Caballero de la triste figura es ahora El Caballero Desamorado. Sus actos pierden idealismo limitados a locuras y extravagancias.

En modo alguno es comparable Dulcinea con Bárbara. El don Quijote cervantino tiene con Dulcinea un amor idealizado y desinteresado. El Caballero Desamorado, en su desequilibrada mentalidad, ve a la reina Zenobia como una dama a la que, por las leyes de caballería, está obligado ayudar.
El licenciado Avellaneda cambia a Aldonza Lorenzo la soez labradora  por Bárbara la de la cuchillada; ideales por obligaciones; podemos hacer conjeturas pero nunca sabremos la reazón del cambio.