Una –otra más- de las
disensiones de la sociedad actual es la concerniente las lenguas; la preeminencia de una sobre
otra llega a convertirse en tema capital especialmente si quienes lo manejan son
los políticos. La controversia, de raíz ideológica, política y económica no
refleja el día a día. El pueblo, verdadero poseedor de la lengua utiliza los
códigos usuales aprendidos para comunicarse, los filólogos, intentan aportar luz a los orígenes de los textos
escritos, los grupos de poder se sirven de unos y otros en beneficio de sus
causas.
El origen del Castellano
no es ajeno a estos vaivenes, las Glosas Emilianenses de fin del siglo X o
principios del XI han sido durante un tiempo el marchamo de origen del
Castellano a lo que nada hay que objetar si tenemos en cuenta que en
arqueología ha de admitirse la posible aparición de restos anteriores al presente.
Los Becerros Gótico y
Galicano de Valpuesta reúnen documentos que van del año 864 al 1190 y contienen
ya fenómenos fonéticos del latín arromanzado castellano.
En las pizarras
procedentes de Ávila y Salamanca hay inscripciones de documentos, compraventas,
pagos, que contienen palabras romances dentro del texto reflejo del léxico de
del siglo VI y VII.
Sentar cátedra sobre la originalidad o la cuna de una lengua es cuando menos arriesgado, no lo es, el deseo de conocerla libre de envolturas legendarias imprecisas y contradictorias. En investigación, el
avance cronológico supone mayor conocimiento del pasado. La lengua, vehículo de
comunicación debe servir a pesar de utilizaciones partidistas e ideológicas
para unir, no para separar. El pluralismo ayuda a la amplitud de miras y
conocimiento. Dejemos origen y datación para investigadores y
arqueólogos. Seguro que ellos aciertan.